¿Cómo se podría describir con las palabras?...

 ...La reluciente pelada de ese tipo, del brillo espejado que da esa superficie alopécica que dan ganas de utilizar como espejo para afeitarse o como bola para predecir el destino, dicen que los que observan su rostro en esa superficie puede ver el gesto facial con que uno encontrará la muerte. Me alegro que mi gesto antes de morir sea bastante presentable, creo verme con una mueca de sorpresa, con las arrugas propias de una vejez bastante saludable, con los ojos vidriosos de un viejo con cataratas.
…Las rejas verde ingles de la iglesia anglicana, tan perfectamente pintadas, que te transportan a una tarde de té en el comedor de una modesta casa de Greenwich. El perro de raza Sealyham terrier  me observa mientras mueve la cola. La señora Edwina trae la bandeja con la tetera, las tazas de fina porcelana con dibujos campestres y los esponjosos scones.
 …El árbol de naranja de la vereda de ese barrio. El cantero perfecto donde hunde sus raíces, que no levantan las baldosas de la vereda, tan perfectas, alineadas en un patrón finamente ideado. Las raíces de mi lugar se despliegan ocupando espacio desmedido para tan poco volumen de copa, levantan baldosas, invaden jardines de casas particulares, hurtan los nutrientes de la tierra, expelen polvos alérgicos.  En mi barrio, los arboles no dan frutos comestibles. Las naranjas no brillan en pleno, aun en días nublados y de crudo frio.
...El mate delicioso, el agua tibia que invade la yerba. Sabe a final decretado, a que ya es tiempo de terminar la degustación o a que hay que levantarse para calentar el agua. Sabe a gloria, a último éxito de una diva del cine, a Joan Crawford, a Gloria Swanson en Sunset Boulevard. El amargor diluido, de un mate ya lavado, los recuerdos de los buenos y malos momentos que se escapan a cada segundo.
 …El pelo enrulado, los bucles tocando su rostro. La mirada perdida en no sé qué. Tal vez pensando en cómo decir el abecedario de atrás para adelante. La calidez de sus mejillas. La sonrisa entre la forma grotesca de mostrar todo el comedor dental y la discreta obligada por un chiste malo o por el deseo de no parecer mala onda ante los demás. El cuello de camisa sobre el sweater sin las bolitas que invaden a los míos. Mis sweaters invadidos de bolitas, de pelo de perro cachorro que siempre quiera jugar, que me muerde los puños, que me los llena de baba , que hinca los dientes en mis muñecas sin importarle si ese sweater es el elegido para las salidas especiales, para las exposiciones en público; o si fue comprado especialmente para esa ocasión para ese momento en que iba a intentar conquistar a esa chica tan diferente a la del pelo enrulado; o si es un buzo viejo solo utilizado para estar entre casa; o si es la campera de egresados 2010.

Las palabras nunca se aproximan a esas sensaciones. La sensación de oler, al pasar por un bar, el aroma a sala de ensayo, mezcla de humedad, a madera, a encierro, a delirios de adolescentes, a descubrimiento de nuevas músicas, a dolor en las canillas por tanto mover los pies al ritmo del bombo de la batería, a formar parte de una banda pese a que uno desconoce lo que es tocar un instrumento.
 Las sensaciones se alejan, huyen de las palabras, del lenguaje escrito. Las descripciones no pueden tocar sin destruir la estatua de sal que es la sensación.
 No queda otra que ser la criatura más egoísta del mundo, contemplar sin emitir el más mínimo vocablo, o expresión. Refrenarse la necesidad de divulgar, de compartir, de dejar para la posteridad, de darle un final a todo.
Solo con mis ojos, solo mis oídos, mi tacto, mi nariz, mi lengua solo son los autorizados a llegar a ellas.
 Las palabras caen desfallecidas  frente al rápido galope de la percepción.
           



            

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