El silencio de los culpables
-¿Que
habré hecho para merecer esto? ¿Qué crimen he cometido?- continúo y rápidamente
guardo la foto en un bolsillo.
Un
hombre lo mira en silencio sentado en un
banco de madera verde musgo. Lo escucha pero no le presta mucha atención
mientras sigue cebándose un mate. En el tiempo que tuvo que tuvo que pasar en
lugares como este, escucho infinidades de chillones como ese que estaba
ahogando sus penas de forma telenovelesca.
-Si
hubiera sido más valiente….-
Él sabía
que tipos como estos al final la terminan boqueando, por eso el silencio era su
mejor aliado y por eso lo guardaba en el lugar más recóndito de su cuerpo.
ʺVos
podes contratar a la mejor gente, al mejor encargado de logística, al mejor
chófer. Pero, en el momento de que te chupan,
el que más vale es un tipo que nunca va abrir el pico”. Las palabras del
Beto se le habían tatuado en la cabeza cada momento que se le venía ganas de
decir alguna palabra. Como cuando el fiscal le interrogo por horas tratando de
determinar quién de ellos le había disparado a la seguridad del blindado.
-Me da
un mate, amigo- dijo dándole un tono ambiguo la palabra ʺamigo”, sentía la
necesidad de hundir ese nudo de nervios que orbitaba en su garganta.
Lo miró,
unos segundos con extrañeza. La palabra le resultó desconcertante, amigo era
otra cosa que lo que manifestaba ese hombre tan ajeno a ese lugar. Por su vestimenta, un saco, un pantalón ocre y una camisa blanca;
por su porte de cincuentón profesional; por su dicción poética, todo ese conjunto le hacía extrañar tal pedido.
-Perdone
amigo, que le esté pidiendo tantos favores. Ya tengo una deuda gigante. Alta
deuda, amigo- dijo mientras se dirigía a
buscar el preciado mate agachando un
poco la cabeza para no llegarse por delante la soga de la ropa.
«Este
tipo no me debe nada. Si hubiese sabido lo insoportable, lo hubiese dejado allá
afuera, que se arregle solo en este quilombo» pensó mientras esperaba la
devolución del mate.
-Ahora
cuando salga si necesita usted algo me lo pide, y se lo traigo personalmente.
Un
sonido explosivo retumbo en las paredes.
Luego unos gritos, unas corridas, que junto al olor a colchón quemado
parecían acercarse cada vez a la puerta que separaba a ellos del trágico
exterior.
-¿Cómo está
la cosa, allá afuera?- y señalo con la
cabeza la puerta- ¿No? Espero que no tomen tantas represarías- y devolvió
en mate.- Por mí parte, me salvo, por que ….ya me estoy por ir, pero a mí me
aflige el resto, gente buena como usted ,que por culpa de estos salvajes…….No
puedo seguir porque es hacerse mala sangre.
«Cómo
gritaba este boludo, parecía un nenita.
En un momento me asuste y pensé que era el Dami. Ya tenía un fierro preparado
pero cuando me asomé y vi a este tipo así vestido, pensé que era un abogado o
algo así. Siempre hay que hacer buena letra con estos tipos»
-Perdone
mi falta de educación. Me presento, soy el Licenciado Juan Rey- y le tendió la mano.
«Sabía
que no era un boga» pensó. Él sentía que
tenía cierto talento en identificar a las personas en pocos segundos solo con
observarlos en silencio.
Se quedó
mirando la mano extendida con sus largos y delicado dedo anular decorado con un
anillo de símil oro. Quería tomar unos segundos para llevar a cabo la
identificación, había algo allí que no podía discurrir.
-Yo soy
Víctor Sosa- y le estrechó la mano.
-Bien
así me gusta, un hombre que da con ímpetu la mano.- dijo Juan y abandonó el saludo. – Por lo que veo está demasiado
calmado. Yo soy como un cachorrito temeroso. Se ve que tiene experiencia en
estas situaciones ¿Esto es por lo de la
llegada de…..?¿Cómo se llamaba ese narco?- se quedó pensando mientras
chasqueaba los dedos.
-El Tate
Manero- respondió en seco Víctor.
-Sí,
ese. El engendro ese.- dijo Juan mientras ponía una cara de repugnancia.
Ya en
todo el pabellón se sabía que bajo las sombras se estaba maquinando algo. Pero
nadie sabía en qué iba a ser de
semejante envergadura.
-Hombre,
¿No le da intriga saber cómo llegue a tocar a su puerta?
Víctor
no respondió ni siquiera con un gesto.
«La
curiosidad mató al gato, si lo sabré
en este lugar que abundan los gatos »
pensó.
-¿No le interesaría saber la causa de porque me perseguían? ¿No quiere
saber lo que recupere gracias a su ayuda?
Ningún gesto ni palabra de Sosa.
Juan empezó a contar su historia. Su
narración era ampulosa y detallista. ʺLas viles huestes” repetía al referirse a
los muchachos del Tate que entraron a la fuerza a la zona de visitas.
-Me ultrajaron la foto de mi
amada….Con todas mis fuerzas defendí mi honor….Batallé hasta hacer caer muerto
a uno de ellos…..Corrí con todas mis fuerzas…Vi imágenes dantescas durante mi
huida…..Hasta que llegué a su puerta….- dijo Reyes mientras teatralizaba cada
acción que describía con sus palabras.
A Víctor poco le importaba la
historia. Había escuchado muchas historias mejores con más sangre y con menos
gestos de idiota.
-Acá le muestro la razón de mi vida-
y le acerco la foto.
Una explosión se sintió en la puerta que daba al pasillo que daba la
entrada al módulo.
-¡La puta madre!- gritó y se le cayó
la foto al polvoriento suelo. Al levantarla, vio las manos gruesas de Sosa,
ellas sostenían con fuerza un grueso y
alargado fierro. Al levantar la vista vio a Sosa en un estado total de alerta,
como un animal, tratando de predecir en que ocurrirá en las inmediaciones.
-Acá
esta la razón- y colocó frente a los ojos de Víctor todavía en estado de
alerta.
Al notar
que el peligro había pasado, dirigió su mirada a la imagen. En ella solo se
veía una joven en bikini recostada en una colchoneta inflable sobre las aguas
de una pileta. Por la pose, por el gesto de boquita de pato, por la poca
presencia de busto, por su sonrisa con brackets, por sus dedos en V sobre el
rostro, tal como hacia su hija, entendió que la joven no pasaba de los quince.
Víctor
miró seriamente a Reyes, que lo observaba con una sonrisa de alegría. Volvió a
ver la foto, como para asegurarse que lo que le decía los ojos era correcto.
Juan lo empezó a ver con cierta cara de
nerviosismo. Sosa reconoció en el rostro, en la jeta de Reyes, “a los hijos
de re mil puta que se aprovechan de las pendejas”.
-Siempre
tené cuidado de los degenerados que rondan por el barrio- le aconsejaba a su
hija cada vez que lo visitaba.
«Los
hijos de puta hociquean a la legua a las pibas» pensó mientras le devolvía
la fotografía y, a su vez, acercaba lentamente al banco el fierro, que se
apoyaba en la columna de la pared, con su mano derecha.
-Este mundo es injusto. Uno si agarra a una mujer y la golpea hasta
matarla, no va preso. Pero si uno le da amor vas preso sí o sí- dijo Juan al hojearla luego de tomarla de la mano izquierda de
Víctor.
Un estruendo entro por la abertura
enrejado que daba al patio central. Juan giro su cabeza hacia la derecha, en
dirección del estruendo. Un golpe seco, preciso, descendente, entró por la
intersección izquierda entre el cuello, el oído y la mandíbula. El último lo encontró en el suelo frio, en
una celda diferente a la suya, en un pabellón diferente, en una situación
diferente a la esperada libertad. No habría más amada, ni noches de tormentos
de pasión, ni deseos de encontrarse con su Dulcinea o su Dolores Haze.
Víctor de pie lo miró por unos
segundos. Tomo una de las remeras que colgaba de la soga, limpio el arma y se
la guardo en el bajo el pantalón. Notó que un pequeño hilo de un líquido
viscoso brotaba del oído izquierdo del cuerpo, con la misma le limpio los oídos. Luego de hacer esto colgó la remera en la soga. Camino hacia
donde había dejado el termo, agarró el mate y se sirvió el último mate, ya
lavado. Hizo unos movimientos de precalentamiento. Arrastro el cuerpo hasta
colocarlo cerca del banco de madera. Con
extremado esfuerzo lo colocó sobre el banco. Se puso de cuquillas, sintió el
fierro que le raspaba los muslos, y lo
colocó entre sus hombros. Elevó su cuerpo y empezó a caminar. Le vinieron a la
cabeza los recuerdos de un pasado. Un pasado donde la sangre fría le recorría
la espalda. El escozor al sentir el recorrido de esa gota, el color a sangre,
la dureza de los huesos vacunos, la necesidad de ganarse el mango cotidiano.
Al cruzar al pabellón dos, notó la
fatídica situación que se desarrollaba.
Las explosiones esporádicas, el sonido de las corridas, solo eran ecos
de una escena propia de un infierno. Los
cuerpos calcinados, agarrados de las rejas, seres agonizantes arrastrándose por
el suelo, riñas de facas entre los pocos que no daban sus últimos suspiros
vitales, el fuego consumiendo todo, el cuerpo de un penitenciario colgado de
una baranda por una sabana que decía: “No se metan con el Tate”.
Al llegar al pabellón tres, todo el ambiente hacía suponer que el caos ya había pasado por allí. Todo el
hall central parecía vacío, pero se sentía las miradas de los que se ocultaban.
Se ocultaban de esa justicia que solo tiene jurisprudencias en ese lugar. Los
murmullos, se oían como los chillidos que hacían las ratas al sentir la
cercanía de El Capi, el gato mascota del pabellón.
-Acá les dejo a uno. Bardeó con los
tipos del Tate y lo cagaron matando- gritó dirigiendo la mirada hacia su
alrededor. Detrás de una de las columnas vio unos ojos. Descargó al muerto en
el piso. Su cuerpo sintió al soltar semejante carga.
Dio la espalda al muerto y
lentamente emprendió su camino de regreso al pabellón uno. Mientras se iba
alejando del hall, escuchó los pasos sigilosos de los temerosos, en las sombras
notó sus movimientos, todos se dirigían a darse encuentro con el finado.
-Es Juan- alguien dijo
-Pero, ¿No era que hoy se iba?- dijo otro alguien.
Cerró lo que quedaba de la puerta de
acceso. «Ellos sabrán que hacer» pensó.
Al cruzar el lugar del asesinato,
recordó que debía recoger el mate y el termo. No quería bardo con el Tanza cuando
vea su remera manchada. Tomó sus cosas y tomó el pasillo que lo llevaba a su
celda. No se cruzó con nadie en el
pasillo. «Los muchachos se habrán ido a ver el quilombo» pensó. Agarró su silla plástica de jardín y sentó en la puerta, quería saborear
el gusto del silencio. Antes de dar el primer sorbo se acordó que ya el mate
estaba lavado. Fue a buscar la yerba a lo del Correntino, aprovechando que no
estaba. Dudó un poco en “tomarle
prestada” el paquete de yerba, pero luego recordó la infinidad de
favores que le debía el Correntino a él
y la culpa se le fue.
Se sentó coloco su arma
personal apoyada en la silla y dio el primer sorbo cuando apareció el Pibe
Trapo.
-Qué extraño vos acá. Te perdiste
toda la joda. ¿No pasó nada acá?- le dijo el pibe.
Sosa curvó la boca hacia abajo y
dándole un movimiento de izquierda a derecha a su cabeza puso cara de aquí no
ha pasado nada. Terminó de darle el último sorbo a la bombilla. Desparramó el
agua sobre la yerba y con una grata sonrisa se lo ofreció al Pibe Trapo.
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